jueves, 30 de marzo de 2017

El banquillo une.


Estando sentada en la grada de uno de los pabellones deportivos que con frecuencia visito para ver partidos de baloncesto, observo atenta a los jugadores que hay sentados en el banquillo local. Los conozco, son jugadores de mi equipo, ese que sigo y en el que participo echando una mano en lo que puedo de vez en cuando. El partido ya ha empezado, aunque aún no pasan ni tres minutos desde que el árbitro lanzó la pelota al aire justo en el centro del campo y el reloj empezó a correr. Aunque me gusta mucho este juego y todo apunta a que el partido será la mar de interesante, mis ojos viajan atentos de un lado a otro del banquillo en cuestión en el que hay sentados siete jugadores muy bien escoltados por su entrenador que, sentado en una silla, divide su atención y se concentra, tanto en los chicos que tiene jugando, como en los que hay sentados a su lado.

El rápido ritmo de este deporte permite que los jugadores que hay en el banquillo vayan saltando de uno en uno a la cancha, normalmente, y que la sucesión de jugadores sentados sea constante. Observo entonces, en el primer cambio de jugadores, cómo cada uno elige dónde quiere sentarse, según sea más o menos afín al que tiene al lado y cómo se abren huecos para dejar paso al que llega sin aliento de la cancha, después de entrechocar sus manos en señal de ánimo, felicitación o respeto, según sea el caso. Pero, sin duda, lo que más me divierte es ver cómo mantienen la atención a dos bandas: un ojo en el partido, el otro en el compañero que tienen sentado al lado, mientras una interminable conversación fluye entre ellos de punta a punta. Y me pregunto “¿¡de qué estarán hablando!?”. Me resulta sumamente entretenido ver a esos chicos de dieciséis reírse de cualquier tontería que uno haya soltado, hablar de Dios sabe qué, preguntar al entrenador sus dudas sobre alguna decisión del árbitro, levantarse, sentarse, animar a los que juegan en ese momento, aplaudir, mostrar su desacuerdo,… Y en ese momento, lo tengo claro, el banquillo une, y mucho.
 
 
Sonrío al verlos. ..

Es entonces cuando el entrenador, que se ha levantado y ha dado un salto ante una acción del partido, se vuelve hacia el banquillo y les explica a sus jugadores el motivo de su enfado. De cuclillas, delante de los siete que están sentados, desgrana la jugada para que entiendan qué han hecho mal sus compañeros y, después de la explicación, les sonríe. Se levanta, toca el hombro del jugador que tiene más cerca y suelta un “¡vamos, chavales, vamos!”, al tiempo que los mira a todos, a los que tiene sentados y a los que están jugando, y aplaude, detalle que me hace sonreír. Otra vez.

Hace un tiempo que conozco a los chicos de ese equipo. A él se han incorporado esta temporada dos nuevos jugadores que, sin ningún problema, se interrelacionan con los más veteranos desde el primer día. Aún admitiendo que este deporte conserva los valores de antaño, entre los que primaba el espíritu de equipo y el valor de un todo en detrimento de la individualidad, cosa que creo firmemente, aunque los tiempos hayan cambiando y los chicos también, me llama mucho la atención comprobar in situ cómo los más duchos en el juego animan sin parar a los recién llegados con menos experiencia cuando les toca el turno de saltar a la cancha. Incluso hay un par de ellos que se levantan del banquillo cada vez que uno de estos jugadores recién llegados se dispone a tirar a canasta. Y siempre, acierte o falle, recibe un aplauso de sus compañeros y un grito de ánimo de su entrenador. ¿Será este club,  que tiene la suerte de contar con banquillos que suman, o es así siempre en baloncesto?

Y es que, según me ha contado uno de mis basketlovers, el banquillo activo suma siempre.

Bss.

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